Cuando un amigo se va
Se queda un árbol caído
Que ya no vuelve a brotar
Porque el viento lo ha vencido
Alberto Cortez
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En la mañana del sábado 1 de mayo estuve recordando la noche en que nos conocimos, cómo era el frente de su casa en aquel tiempo, el verde y espacioso antejardín, el pasillo que había que caminar para llegar a la puerta, quiénes me acompañaban, o mejor, a quiénes acompañaba yo esa noche, su amable acogida, la sencillez de su trato y la inmediata empatía que hubo entre el jefe de aquella familia y el joven estudiante de derecho que en esos momentos subía por el andén norte de la calle 45 entre la carrera 7a y la siguiente hacia el este junto con un grupo de amigos recientes —entre ellos Guillermo “el Mono” Vargas— y se detuvo, invitado por estos, para saludar, dando así nacimiento a una amistad que habría de durar toda la vida.
También estuve recordando muchas otras cosas y me sorprendió descubrir cuánto llegué a saber de él y, a través de él, de nuestro terruño nativo, de sus personajes, sus mitos, sus leyendas y sus costumbres, de cómo fue mi ciudad creciendo con los años y de cómo evolucionó su historia, incluyendo la historia de la salud mental, de la que él fue no solo testigo, sino también protagonista.
Sí, protagonista y de primera línea, como el primer enfermero jefe del hospital San Camilo, centro asistencial al que estuvo estrechamente ligado no solo en sus orígenes, sino a lo largo de su devenir de tantos lustros.
Estuve recordando sus amenas crónicas orales, su singular servicio militar en la Armada Nacional en el Amazonas y la anecdótica expedición de su cédula militar (en la que por error anotaron que había sido “fusilero” cuando en realidad tenían que escribir “enfermero”), su pase de manejar cicla (un documento público del tamaño de una hoja y cuya copia tengo en mi poder gracias a que él me la regaló un poco antes de la pandemia y que hoy por hoy es un verdadero recuerdo histórico de una época lejana e irrepetible), sus sembradíos de guindas y carambolos en el anchuroso solar de su casa (guindas relacionadas, por cierto, con el arribo de las monjas españolas a nuestros hospitales públicos) y sus caminatas por el centro citadino a la llegada de los diciembres en busca de todo aquello que le posibilitara celebrar cristianamente la Noche de las Velitas, la Novena de Aguinaldos, la Navidad y la Víspera de Año Nuevo.
Dentro de estas remembranzas decembrinas tenían que estar inevitablemente las veces en que, armados de guitarras y panderetas, rezamos la novena junto a su pesebre y, por supuesto, la fugaz aventura y desventura de “La Banda de Adolfo” aquella noche en que llegamos, en plenas novenas de aguinaldos, con volador a bordo, acordeón, cuerdas y percusión, a despertarlo gritando aquello de “¡¡¡Viva diciembre!!! ¡¡¡Viva!!!” y empezando a cantar enseguida en coro lo de “Alumbra luna, alumbra luna, alumbra luna / que ya me voy pa’ la montaña; // llevo en mi mochilón / café y panela, / y mi corazón / pa’ Micaela; // llevo también mi tamborcito / pa’ entonar un buen merengue; // Y cuando salga el sol, / por la mañana, / contigo yo estaré / en mi cabaña”. Él, que era un buen conservador (de buenos recuerdos, aclaro, para no meterle política), me sorprendió muchos años después —también poco antes de la pandemia— entregándome una fotocopia en colores de las “tarjetas” que yo elaboré en aquella ocasión, a mano y al calor de una cerveza Águila ¡vaya paradoja! bien helada, y que fui repartiendo en cada una de las casas de los desdichados amigos que, con la paciencia del santo Job, tuvieron que soportarse aquella —llamémosla así— “serenata”.
Fue un amigo leal, un hombre trabajador, honesto, responsable, respetuoso de la ley y de su credo, un católico profundamente convencido de su fe, poseedor de un talento natural para escribir versos y textos literarios cargados de sencillez y de belleza. Nunca se dejó seducir por los oropeles y quizás debido a ello se negó a cambiar de barrio a pesar de la insistencia de los suyos para que lo hiciera. Supo mantener siempre esa particular dignidad de aquellos que se dan el inestimable lujo de poseer la riqueza inmensa que significa el llevar una existencia limpia y poder andar con la frente en alto a la llegada del otoño.
Sí, con la frente en alto, como él, ya jubilado, anduvo por las calles bumanguesas, especialmente las de ese centro que fue su entorno cuando era joven, que siguió siéndolo cuando ya no lo era tanto y que habría de serlo hasta los años en que, como escribiría el poeta argentino José Tcherkaski, en la bella canción que inmortalizara Piero durante los albores de los setenta, “la edad se le vino encima sin carnaval ni comparsas”.
Como anduvo, digo, antes de que sus quebrantos de salud comenzaron primero a dificultárselo, y después a impedírselo, y, entonces, empezó a sentir cómo se iban derrumbando sus energías, y con ellas sus ánimos, y se vio forzado a empezar a pasar las horas postreras en medio de los árboles, y de los pastos, y de las flores de su inmenso vergel, el solar casero donde también cultivaba sus cada vez más escasas esperanzas, releyendo viejos libros —entre ellos, me enorgullece decirlo, los míos— y regando sus cada vez más abundantes horas de soledad con sus lágrimas ocultas.
Esa misma tarde sabatina del 1 de mayo, en el Hospital Universitario Los Comuneros, de Bucaramanga, murió mi amigo Pedro Pablo Rivera.
Se encontraba muy enfermo, su pronóstico no era bueno y su familia no aprobó que lo intubaran.
Magda, su hija, me lo informó todo desde Grand Prairie (Texas), donde reside.
“La piedra filosofal” estará publicando, por capítulos, una crónica sobre la vida del enfermero y poeta santandereano —de la hermana provincia de García Rovira— Pedro Pablo Rivera.
No será una biografía, ni nada parecido: será tan solo —llamémosla así— una colcha de retazos literaria, vivencias narradas por el autor —quien se cuidará de hacerlo de la manera más desordenada que le sea posible— consultando como únicas fuentes su memoria y, por supuesto, su corazón agradecido.
Por ahora, don Pedro, le expreso mi gratitud imperecedera por el don invaluable de su amistad. Esa amistad que tantas veces me acompañó en los momentos difíciles de adversidad, de soledad, de tristeza o de incertidumbre. Esa amistad que, igualmente, se alegró con mi alegría y compartió conmigo las sonrisas y las risas de los buenos ratos.
Que “Jesús y María Santísima” —para usar las palabras con las que usted me felicitaba, o felicitaba a mi esposa o a mis hijos en nuestros cumpleaños, o con ocasión de las festividades de diciembre, o en las celebraciones familiares de cualquier orden— le hayan abierto de par en par las puertas de ese Cielo en el que usted siempre creyó y que, sin duda, las personas como usted se merecen con creces por las virtudes que en este valle de lágrimas las han adornado.
En su caso particular, don Pedro, por la hermosísima virtud de saber ser un amigo verdadero.
Óscar Humberto Gómez Gómez
Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, sábado 8 de mayo de 2021
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