PEDRO PABLO RIVERA, EL ENFERMERO POETA. (Crónica). (Capítulo II). Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Cuando apenas despuntaba la década de los años 50 y aún era un jovenzuelo de 16 años, Pedro Pablo Rivera comenzó a trabajar en el entonces manicomio de Bucaramanga.

El manicomio, también conocido como el hospital de locos, era un sombrío lugar a donde literalmente iban a descargar a los orates sus familiares, más para quitárselos de encima, pues no hallaban qué hacer con ellos, que en búsqueda de la remota recuperación de su salud mental.

Además, la municipalidad, para evitar tener que hacerse cargo de una sarta de locos sin familiares conocidos, llevaba a cabo redadas en calles y parques, con el apoyo de la policía, para trasladar a toda esa cáfila de desdichados hacia un lejano sitio de la geografía nacional, un sitio que quedaba por allá por los lados de Bogotá, un sitio cuyo solo nombre ya era sinónimo de demencia irrecuperable: Sibaté.

 

 

Si alguno de los reclusos mentales del hospital de orates escapaba, se daba inicio a su persecución implacable y su retorno forzoso a las instalaciones de aquel hospital mental, donde era sometido, a modo de castigo represivo y de dura advertencia para que la fuga no volviera a repetirse, a los llamados electrochoques, choques eléctricos, o simplemente choques, método del cual se hablaba con horror y que pronto comenzó a identificar a la Psiquiatría como una oscura actividad médica cargada de brutalidad y a los hospitales psiquiátricos, no como instituciones científicas, sino como unas cárceles tenebrosas en las que se aplicaban sistemas de represión inhumanos y sombríos.

 

 

Esa identificación no se daba tan solo, por supuesto, con relación a aquel hospital estatal ubicado en los linderos de los barrios Alfonso López y Campo Hermoso de la remota e ignota Bucaramanga, sino respecto de la actividad psiquiátrica y de los centros asistenciales de las demás latitudes del mundo. Esto hay que advertirlo, pues precisamente al iniciarse la década siguiente, esto es, la que habría de ser la contestataria década de los años 60, nacería un movimiento contracultural internacional llamado la Antipsiquiatría, que le negaría de plano a aquella controvertida especialidad médica cualquier valor científico. Y en la siguiente década, esto es, en la de los años 70, ese duro cuestionamiento a la Psiquiatría alcanzaría su clímax cuando irrumpiera en las carteleras cinematográficas del continente y del orbe una película basada en un libro titulado “Alguien voló sobre el nido del cuco”, filme que sería conocido como “Atrapado sin salida” y el cual iría a catapultar a la fama a un joven y talentoso actor norteamericano llamado Jack Nicholson al ser galardonado, a raíz de su magistral actuación en aquella producción cinematográfica, con el Premio Oscar al Mejor Actor.

 

 

Lo que nadie sabía, ni en las demás latitudes del orbe, ni en la aún pequeña y apacible Bucaramanga, era que un joven y sencillo enfermero, alto y flaco, pero de personalidad férrea cuando de defender su sentido humanitario de la vida se trataba, ya había empezado a oponerse, desde su modesta condición subalterna, a que los choques eléctricos fueran asociados a cualquier idea de castigo y había iniciado una lucha decidida para que al enfermo mental se le tratara con respeto.

El nuevo médico del hospital, doctor Rodolfo Rey Nuncira, visiblemente molesto, abordaría a sus colegas Luis Jesús Rodríguez Reyes —un joven y brillante psiquiatra que había llegado a Bucaramanga procedente de su natal Cali, capital del departamento del Valle del Cauca, y quien era egresado de la Universidad del Valle— y Roberto Serpa Flórez, un respetado psiquiatra santandereano que habría de ser distinguido con su nombramiento como decano de Medicina de la universidad local, en momentos en que ambos galenos abandonaban las instalaciones del hospital de pacientes mentales, para preguntarles cómo les parecía que ahora no eran los médicos los que formulaban, sino los enfermeros, mientras les exhibía una hoja con los procedimientos que el ya por entonces enfermero jefe Pedro Pablo Rivera estaba aplicando en la institución de cuyo manejo parcial acababa de hacerse cargo.

Los dos prestantes profesionales de la salud mental, a bordo del automóvil detenido, revisaron con total tranquilidad el contenido de la hoja, se la regresaron al inconforme facultativo y quien habló, mientras el otro asentía, fue el doctor Rodríguez:

“Mira, Rodolfo —le dijo—-, Pedro está haciendo aquí un excelente trabajo y goza de todo nuestro respaldo. Tú sabes que estos procedimientos son los correctos. Por el bien del hospital, colabórale.

 

 

Y, en efecto, no solo por el sorprendente pedido de sus colegas, sino por lo que empezó a observar él mismo, el nuevo médico del hospital San Camilo comenzaría a mostrar hacia aquel enfermero un especial aprecio.

El mismo especial aprecio que empezó muy pronto a notar que le tenían los pacientes —particularmente aquellos por quienes los domingos no iba a preguntar nadie— y las personas todas que laboraban en aquella estigmatizada entidad oficial de salud.

Una de esas personas se llamaba David Capacho.

 

 

David Capacho era el banquero de San Camilo. A él acudían los empleados del centro hospitalario para que los sacara de apuros económicos —no precisamente exóticos— y él llevaba sus propios libros de contabilidad, con las correspondientes columnas del debe, el haber y el saldo escritas a mano, y una estrictez rigurosa en cuanto a la puntualidad que exigía de sus deudores. Terminó no solo hasta haciéndole un préstamo a un médico del hospital para que pudiese irse para Cali a especializarse en Psiquiatría, posgrado que habría de permitirle regresar como director, sino viviendo de inquilino del enfermero jefe. La noche en que lo conocí se me hizo tan parecido físicamente a su arrendador, que tuve la convicción errada de que ambos eran hermanos.

Hasta que cualquier día, el banquero de San Camilo se cansó de hacer cuentas aritméticas, de cobrar intereses, de expedir recibos y de contar y guardar el dinero en efectivo producto de sus ganancias de prestamista.

Pedro Pablo Rivera no mencionó su nombre, sino su apellido para darme la noticia:

—Murió Capacho—, me dijo.

 

 

Una noche cualquiera, el ex marino enfermero de la Armada Nacional en Puerto Leticia, Amazonas, sentado frente a su vieja máquina de escribir, pensó en la quimérica posibilidad de que en su país fuese viable algún día la pacificación de los espíritus. Entonces, compuso un poema al que tituló “Anhelo”.

 

 

Anhelo

Por Pedro Pablo Rivera

 

Con cuánto amor quisiera que llegara
a nuestra Patria la anhelada paz,
que en ciudades y campos se callara
el ruido de metrallas…y algo más.

Vivir en armonía en esta tierra,
que de prodigios la llenó el Creador;
cerrar las cicatrices de la guerra
con bondades, ternura y gran amor.

Si acaso todos somos responsables
de esta cruenta violencia sin razón,
debemos buscar muy hermanables
la paz tan anhelada en la Nación.

No derramar más sangre en nuestro suelo,
no llenar nuestros campos de pobreza;
si a todos nos cobija un mismo cielo,
debemos compartir la misma mesa.

Oh, mi Dios infinito de los cielos,
tú que todo lo puedes con amor:
permitid a tus hijos los anhelos
de una Patria sin llantos ni dolor.

Que nuestro amado pueblo colombiano,
sin odios ni rencores pueda verte,
y en fuerte abrazo y apretón de manos,
para siempre volvamos a tenerte.

_______

 

Óleo: ALONZO MORALES / Paisaje campesino

 

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