Los últimos vestigios de Simón. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

¿Me preguntas qué queda de su obra?

Pues, la verdad sea dicha, no mucho que digamos.

 

 

Nuestro departamento de Panamá, por ejemplo, hoy es un país aparte y nadie me ha respondido con claridad si los panameños de hoy en día le otorgan algún papel en la liberación de su país, al lado de José de Fábrega por supuesto, o si más bien consideran como sus libertadores a los personajes que fraguaron la separación en el nefasto año de 1903 solamente con el fin de entregarle a Estados Unidos su ansiada construcción del canal interoceánico para que sus barcos no tuvieran que dar la vuelta por el extremo sur del continente.

 

 

Lo cierto es que los niños y las niñas que nacieron en 1830, el año triste en que murió, tendido en una cama ajena, y para colmo de males de propiedad de un español, andaban por los 73 años de edad cuando ya se había desintegrado la unidad territorial de esta Colombia desventurada con la dolorosa e irreparable pérdida de su promisorio istmo.

 

 

Y eso, para hablar solamente de la unidad de la hoy Colombia.

Porque para el momento mismo de su muerte, esto es, para el 17 de diciembre de 1830, ya se había desintegrado la unidad territorial de la Colombia de entonces.

Una Colombia que no era la misma de hoy, sino una mucho más inmensa.

 

 

Y es que ya nadie, salvo los historiadores, se acuerda de que también Caracas, y también Quito, y también el resto de ciudades y de pueblos tanto de la actual Venezuela como del actual Ecuador, gracias a él formaron parte de Colombia.

En otras palabras, ya nadie se acuerda, ni a nadie le importa acordarse, de que los venezolanos y los ecuatorianos, gracias a él, también fueron colombianos.

 

 

Nada queda siquiera de la fugaz unidad colombo-venezolana. Por el contrario, hoy en día colombianos y venezolanos solamente hablan de cerrarse las fronteras, de expulsarse mutuamente, hasta de ir a la guerra.

 

 

Pero la división no es solamente entre venezolanos y colombianos.

Si no, miren la que hay dentro de los mismos colombianos.

Basta con ojear los titulares de las noticias — que, por cierto, es lo único que leo de ellas desde que el contenido de las mismas aprendí a adivinarlo — para observar que dentro de los colombianos de ahora lo que reina no es precisamente el afecto mutuo.

 

 

Y eso, sin hablar de nuestras guerras, sin ahondar mucho en que aquí no más, en los terrenos a donde la gente llega para tomar el avión, los colombianos, los de la Colombia que quedó después de la desintegración de la enorme que él fundó, se mataron entre ellos mismos dándose tiros y machetazos.

Y es que la gente, salvo los historiadores, ni siquiera sabe que allá en ese cerro quedaron agonizando, ensangrentados, miles de colombianos que antes de fallecer clamaban por una gota de agua. Ni sabe que en el templo de San Laureano se celebró un Te Deum para darle gracias a Dios por la victoria que significaba haberlos dejado agonizando, ensangrentados y clamando por una gota de agua allá arriba, en el cerro triste de Palonegro.

 

 

Del resto de naciones libertadas por su ingenio es mejor no hablar. Sí: es mejor guardar silencio frente a la situación del siempre convulsionado Perú. Y es mejor no hablar tampoco de la casi siempre inestable Bolivia. Países bolivarianos ambos donde la sombra siniestra de los golpes de Estado y de la inestabilidad presidencial e institucional se cierne a toda hora.

 

 

Por aquí, en estas tierras santandereanas, en esta Bucaramanga, donde se vino a ejercer la presidencia de la Gran Colombia en 1828, y en este Santander que la tiene como su capital, hoy en día muy poco queda que recuerde al personaje cuya muerte se conmemora hoy.

 

 

Bueno, para ser justos, queda el barrio Bolívar. Aunque apuesto a que muchos ni siquiera saben a qué barrio me refiero, ni les interesa que se lo cuente.

Y queda el parque Bolívar. Por donde, dicho sea de paso, no les aconsejo caminar de noche. Y queda el Bulevar Bolívar, por donde tampoco se lo aconsejo.

 

 

Y queda la Casa de Bolívar. O lo que quedó de la Casa de Bolívar, para ser más exactos. Sí, porque casi nadie sabe que para abrir la calle 36 hicieron desaparecer una buena parte de ella.

Como también casi nadie sabe que se llama Casa de Bolívar porque ahí vivió él en 1828 y desde ahí ejerció la presidencia de la República de Colombia.

De la Colombia de entonces.

Y quizás tampoco se sabe que a la mayoría de los taxistas hay que darles la dirección exacta porque casi ninguno sabe dónde diablos se encuentra ubicada. Tampoco les aconsejo caminar de noche por sus alrededores.

 

 

Y queda el pueblo natal del maestro Jorge Ariza.

Que apuesto a que muchos santandereanos jóvenes —y muchos no tanto— ni siquiera saben quién fue, ni dónde queda ese pueblo.

 

 

Y queda “el caballo de Bolívar “, que es como llama todo el mundo al monumento ubicado cerca de la UIS, ninguneando por completo a su jinete, que se suponía que era el homenajeado.

 

 

Ah: y queda la Universidad Pontificia Bolivariana.

 

 

Bueno, aunque la verdad sea dicha, no se me alegre tanto, mi general, porque todo el mundo le dice “la Ponti”.

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Mesa de las Tempestades, sábado 17 de diciembre de 2022

 

 

ILUSTRACIÓN: Sueño para un desvelo. Óleo sobre lienzo. Antonio Frío.

 

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