A Beto Espitia siempre le gustaron las cometas. En Morropobre lo veíamos todos los días elevando sus exóticas obras de múltiples colores y rebuscadas formas a las que cada vez parecía querer darles más altura.
“Nunca fue bueno para el estudio”, me dijo doña Conchita la otra tarde cuando fui a su casa a licuar las guayabas para el jugo del almuerzo. “Esos aparatos de hoy salen muy malos”, comentó la vecina apenas le pregunté que si me daba permiso de usar su licuadora porque la de la casa, a pesar de ser una licuadora nueva, se nos había dañado.
Mientras armaba su viejo Osterizer, ella continuó quejándose. “Ahí tienes el ventilador que compró Efrén la semana pasada –me ejemplificó mostrándome el aparato instalado en un rincón–. Más fresco se echa uno con las carátulas de los discos”.
“Eso sí es verdad –asentí para tratar de hacer ameno el rato–. Hasta los libros vienen ahora incompletos. A la Biblia que compré anteayer le hace falta medio Deuteronomio”.
“Uno compra una bombilla hoy –prosiguió ella– y tiene que cambiarla al otro día”.
“Ahí tienes –apuntó señalando el portalámparas vacío del comedor–. Para poderle ver el color a la comida tenemos que prender velas, como si estuviéramos rezando el rosario”.
Cuando Beto entró, portando varios rollos de papel multicolor, ya estaban licuadas las guayabas.
“Mañana iré temprano a Morropobre –me anunció sonriendo–. Quiero probar mis últimas cometas”.
“La situación ya no está para cometas”, le objetó doña Conchita mientras lavaba la licuadora.
“Algún día correrán mejores vientos, mamá –le replicó Beto al tiempo que descargaba los rollos de papel sobre la gigantesca mesa del comedor–. Cuando empiecen a conocerse mis cometas en el mundo, las pedirán hasta del África”.
“Debes volver al colegio –le reprochó doña Conchita–. Los pobres no podemos quedarnos toda la vida elevando papeles”.
“No son papeles, mamá, ya te lo he dicho muchas veces –le rectificó Beto sonriendo–. Son cometas”.
***
Era un gran monstruo de papel de diez colores.
“La cometa más grande del mundo”, explicaba Beto con cierto aire de pedantería.
“Es la única que no pienso vender jamás”, recalcó esa tarde de domingo cuando lo encontré limpiando un disco de Los Beatles con una almohadillita empapada en agua.
Su enorme obra yacía serena encima de la mesa del comedor. La rebasaba por completo, con su esqueleto espectacular de cañas entrelazadas, su gigantesco rabo de retazos y su exótico cuerpo multicolor que brillaba con luz propia.
“Será la reina de los cielos en agosto”, continuó alardeando Beto Espitia al tiempo que graduaba las revoluciones por minuto del pequeño tocadiscos.
“A veces pienso que deberías seguir estudiando”, le dije cuando ya Los Beatles comenzaban a llenar el ambiente con la canción “Hey Jude”.
Beto comenzó a cantar también, desafinado, mientras se dejaba caer sobre el anchísimo sofá, el único mueble de la sala.
“De verdad, hermano, yo pienso que el estudio te va a hacer falta en la vida”, le insistí.
“¡Tonterías!”, repuso Beto, y siguió cantando indiferente a mis consejos.
“El tiempo, de verdad, ya no está para cometas”, le censuré, un poco molesto por su displicencia.
Entonces él interrumpió su canto.
“Tranquilo, siéntate –me pidió–. Ya vendrán mejores vientos”.
***
La tarde en que doña Conchita fue a llevarle masato de arroz a mi mamá le averiguó por nuestra licuadora. “Ya me la repararon”, le contestó mi mamá.
“Esos aparatos de hoy salen muy malos”, criticó doña Conchita mientras revolvía en el tinto los dos cubitos de azúcar.
“Él –indicó mi mamá señalándome– compró la Biblia y le salió incompleta”.
“Hasta los libros salen deficientes”, recalcó doña Conchita al tiempo que se despojaba de sus gafas.
“Le hacía falta medio Deuteronomio”, apostilló mi mamá.
“Sí, así es –glosó doña Conchita inmediatamente después del primer sorbo–. Ya ni la palabra de Dios la respetan”.
Yo estaba escribiendo a máquina en aquellos momentos. Entonces detuve un instante mi trabajo para preguntarle a doña Conchita dónde estaba Beto.
Ella volvió a mirarme, sin gafas, con sus ojos verdes y astigmáticos:
“¿Dónde más va a estar! –me respondió con una sonrisa de resignación–. Allá, en Morropobre. Está probando sus últimas cometas”.
***
A Beto Espitia siempre le gustaron las cometas. Varias veces nos contó, con orgullo, que había tocado el cielo con sus maravillosas creaciones de papel multicolor.
“Ya que los pobres jamás suben al cielo –nos dijo la otra tarde–, por lo menos que suban sus cometas”.
“Qué lindo es verlas volar –solía expresarnos–. Pero más lindo sería que uno pudiera viajar a bordo de ellas, que uno pudiera volar cuando quisiera”.
El día en que Violeta, su novia, cumplió diecinueve años, Beto le regaló una de sus mejores cometas, pero a ella sólo le pareció un regalo absurdo.
“¿Qué diablos hago yo con una cometa?”, manifestó.
Y desde ese día comprendimos que aquel noviazgo no duraría mucho.
Y no duró.
“Es un muchacho sin porvenir –me explicó Violeta la noche en que hablamos acerca de la ruptura–. No hace más que elevar papeles todo el día”.
“Tú podrías orientarlo y hacerlo aterrizar –le insistí, repuesto en seguida de su desconcertante exhibición de madurez–. Cuando hay amor, nada es imposible”.
“Es que no lo quiero. Ya se lo dije a él mismo. No lo quiero”, me explicó con vehemencia.
Y era cierto. Violeta se lo había expuesto tajantemente a Beto la noche de la ruptura.
“No, no es que no me quieras –le rectificó Beto aquella noche triste de diciembre–. Lo que pasa es que tú no sueñas y por eso te aburren mis cometas”.
***
El día del viaje, en el aeropuerto hizo más frío que de costumbre.
“Los vuelos siempre salen retrasados”, le argumenté a Beto tratando de evitar que siguiera refunfuñando contra la compañía aérea.
“El premio será mío”, le oí vaticinar varias veces.
“Nunca soñé montar en avión, sólo en cometa”, le dijo a mi mamá después de agradecerle una vez más que le hubiera prestado dinero para pagar la cuota inicial del pasaje.
“Lo primero que haré con el premio será ir contigo a Cartagena –le prometió a doña Conchita–. A veces sueño que estamos paseando juntos por el mar, una noche salpicada de estrellas, montados los dos en un coche chambaculero”.
“No hable disparates, mijo”, le suplicó doña Conchita.
Entonces vino el instante fugaz e interminable de las despedidas.
“Mucha suerte, hermano”, fue lo último que recuerdo haberle dicho.
“Ya, hijo, ya”, lo apuró doña Conchita cuando empezó a oírse en todo el aeropuerto la femenina voz de los parlantes.
Doña Conchita se puso a mi lado esbozando una sonrisa triste y con los ojos inundados de lágrimas.
“Dios me lo bendiga”, musitó, como si estuviera rezando, cuando lo vimos en la parte baja de la escalerilla mostrándoles el tiquete a los encargados de controlar el ingreso de los pasajeros a la nave, y alcanzamos a darnos cuenta de que hubo algún inconveniente inicial con relación al tamaño de su cometa. Pero al final, Beto y su colosal creación multicolor desaparecieron más allá de la puerta del avión y sólo lo pudimos seguir viendo en la memoria.
“Dios me lo bendiga”, volvió a susurrar doña Conchita.
“Los que se alejan vuelven”, le dije, sin poder evitar que las manos se me enfriaran.
El último pasajero que subió por la escalerilla llevaba una guitarra. Al llegar a la puerta, volvió a mirar hacia la terraza y saludó, alzando el instrumento.
“¡Adiós, papito!, ¡adiós, papito!”, gritaron dos niños que estaban a nuestro lado.
A pesar del ruido ensordecedor de los motores del avión, escuché en ese momento la voz de un hombre que gritaba cerca de allí ofreciendo piñas.
***
Yo no supe del Primer Campeonato Universal de Cometas hasta el día en que Beto me lo contó. Creí que estaba bromeando.
“El premio es único –me explicó mientras se frotaba las palmas de las manos entre sí–. Solamente premiarán a la mejor cometa”.
Al día siguiente lo leímos en el periódico.
“En este mundo suceden las cosas más raras”, comentó don Efrén cuando se refirió por primera vez al certamen mundial en el que su hijo iba a participar.
“Nadie fabrica en el mundo mejores cometas que yo, papá –presumió Beto–. Ya verás que de la capital regresaré con el premio”.
“Dios lo oiga, mijo”, le deseó el viejo.
Mi mamá le prestó para la cuota inicial del pasaje en avión.
“Fabricante de cometas que se respete tiene que viajar por el aire”, nos exteriorizó Beto jocosamente cuando salíamos de la agencia de viajes.
Ese mismo día estuvimos visitando a José Miguel, el primo de Beto, que se había descompuesto un brazo al caerse de un caballo.
“Todos los hombres deberían hacer como hacen las cometas”, nos afirmó Beto ese día, sentado al borde de la cama de José Miguel.
“¿Qué cosa?” le pregunté.
“Ir siempre hacia arriba”, me contestó.
“No siempre soplan vientos favorables”, le dije.
“Con las cometas, y con todo en la vida, –me respondió– hay que subir en contra del viento”.
***
Sobre la manera como ocurrió el accidente, hubo varias versiones. Cada quien quería ser el poseedor de la verdad. Cada quien ambicionaba que se tuviera su tesis como cierta. Cada quien pretendía explicar por qué había estallado el avión en pleno vuelo si segundos antes el piloto había reportado absoluta normalidad.
El gerente de la compañía aérea insistía en que los culpables eran terroristas enemigos del gobierno.
“Pero yo no veo por qué matan a personas como Beto”, le dije a José Miguel cuando me lo contó.
El convaleciente jinete había oído las declaraciones en las noticias radiales.
“El avión llevaba mucho tiempo volando sin revisión técnica”, denunció ese mismo día un ingeniero de vuelo destituido meses atrás.
“A las compañías sólo les importa enriquecerse –manifestó por la radio un familiar de una de las víctimas–. La vida de los pasajeros les importa un comino”.
Mi mamá no se separó de doña Conchita durante todo el día.
“Quiero ver a Betico, quiero ver a Betico”, le repetía entre lágrimas.
“Apenas los rescaten los devolverán a sus hogares”, le reiteraba mi mamá.
“Tenga paciencia –le encarecía–. Mi Dios proveerá”.
El rescate de los cadáveres era imposible.
“La zona la declararon camposanto”, me explicó mi mamá con los ojos inundados.
En la televisión presentaron las fotografías de la tripulación.
“Eran veteranos, eran veteranos”, insistía el gerente de la compañía aérea.
“Fueron terroristas”, reafirmaba cada vez que le preguntaban por las causas.
“¡Y ya qué importan las causas! –le gritó doña Conchita cuando estábamos viendo esa noche el noticiero televisado–. ¡Con saber las causas no me van a devolver vivo a mi hijo!”.
Poco después, abrumados por declaraciones contradictorias, opiniones ambiguas, condenas teóricas y anuncios de castigos severos para los delincuentes, decidimos apagar la televisión, desconectar la radio, no leer periódicos, ni saber de nada que tuviera relación con la tragedia y, más bien, buscar fortaleza en nuestras creencias religiosas.
(En todo caso, nunca habrían de precisar ante la opinión pública cuáles fueron las verdaderas causas del estallido del avión en pleno vuelo. La versión del atentado terrorista se quedó para siempre flotando en el espacio).
Con el paso de las horas la imagen de Beto Espitia elevando sus gigantescos papeles multicolores se me hizo más intensa y nostálgica.
“Mi mamá no debió haberle prestado para la cuota inicial del pasaje”, llegué a sugerirle a José Miguel el primer día del novenario.
“No, hombre, el pasaje no tuvo nada que ver -me dijo-. Sencillamente, la vida es así. Uno no sabe cuándo se va a acabar todo”.
Me propuse, entonces, nunca olvidar a Beto Espitia. Nunca olvidar sus gigantescas cometas. Nunca olvidar sus rollos de papel multicolor, sus sueños, sus planes y sus locuras. Cuando me figuraba el accidente, imaginaba su cuerpo fragmentándose en el aire, al igual que su cometa enorme y los millones de ilusiones que edificó sobre el viento. Se había matado un soñador.
“El destino no quiere que los soñadores vivan –le dije a José Miguel–. Debe ser porque mientras haya en el mundo soñadores, el destino sabe que corre peligro porque los soñadores son capaces de cambiarlo. Los hombres que no sueñan son los verdaderos esclavos del destino”.
Empero, ni él, ni nadie, pudo sustraerse a las lágrimas, ni esa noche ni la siguiente, siempre que recordábamos, en plenas oraciones novenarias, que Beto Espitia se había despedazado una mañana en el cielo, en ese mismo cielo azul y limpio surcado tantas veces por sus sueños y por el agitar multicolor de sus cometas.
***
Fue la segunda noche del novenario cuando pasó lo que pasó. Primero vimos a lo lejos un punto luminoso en el infinito, que se movía. Entonces pensamos que era simplemente un ovni, pero no le pusimos atención, pues ya nadie se interesaba por los ovnis hacía tiempo. Después notamos que el punto luminoso se acercaba poco a poco hacia nosotros y alguien dijo que solamente eso nos faltaba: que vinieran extraterrestres sin oficio a interrumpir nuestro dolor sin nombre y a violarnos la intimidad de la añoranza. Pero luego, cuando le vimos forma de cometa, el corazón se nos subió a la boca, y doña Conchita se levantó, con la camándula todavía en las manos, y mi mamá se irguió también, sin soltar el librito de la novena, y todos nos paramos y salimos a la calle, para verlo mejor y más cerca. Entonces fue cuando sucedió el milagro. Sí, era la cometa, el mismo gran monstruo de papel de diez colores, la que Beto se llevó en el avión con el alma atiborrada de esperanzas. Y ahora Beto, el mismo Beto Espitia, el mismo Beto idealista y soñador, venía subido encima de ella, de pie, con los brazos totalmente abiertos, inmensamente abiertos, con los dedos extendidos hacia el cielo y con su loca carcajada completamente suelta.
“¡Pendejos! –nos ensordeció–. ¡Háganse a un lado, que no me dejan ver la pista!”.
Ahí se desató la locura colectiva, porque todos comenzaron a gritar, y a saltar, y a cantar, y a bendecir al Cielo, mientras la enorme cometa descendía. Don Efrén se tiró de rodillas en plena calle y juntó las manos hacia el firmamento, desde donde bajaba su hijo más vivo que nunca, y se puso a rezarle a Dios con toda la fuerza que le daban sus pulmones, como tratando de garantizar así que Dios lo oyera. Mientras tanto, la cometa descendía y descendía. Pero doña Conchita no esperó a que aterrizara, sino que, cuando la singular aeronave ya se disponía a tocar tierra, dio un salto descomunal y se agarró del cuerpo de su hijo. Los atónitos espectadores disfrutamos, comentamos, elogiamos y aplaudimos la proeza. Fue en ese momento inolvidable, cuando presenciamos desde abajo, con los ojos inundados por las lágrimas, el abrazo más grande jamás visto a lo largo y ancho de la comarca. Doña Conchita, enloquecida, estampaba en el rostro de Beto muchos besos, al tiempo que lloraba, mientras repetía: “¡mijito! ¡mijito!”.
Lentamente la cometa aterrizó en medio del tiberio incontrolable y de ella descendieron, victoriosos, Beto Espitia y doña Conchita, riéndose como poseídos de una locura desenfrenada, agitando los brazos una y otra vez en señal de triunfo, y, entonces, hubo esa noche un concierto celestial de voladores, y vino a cántaros, y comida al por mayor, y música de bandoneón, de guitarra y de saxófono, y de voces que terminaron enronquecidas luego de cantar primero y ulular después centenares de canciones de la tierra.
“¿Qué hiciste para que tu cometa brillara en la noche? ¿Con qué la iluminaste?”, le pregunté al resucitado navegante desgañitándome para que mi voz no fuera arrasada por el estrepitoso turbión de la algazara.
“Con luz propia –me contestó Beto al oído poniendo a prueba la resistencia de mi tímpano siniestro–. La gente no se imagina hasta dónde puede llegar a iluminar un rayo de alegría”.
***
(A partir de este episodio se pusieron de moda, como ustedes lo saben, las cometas voladoras. La gente puede ir hoy en día a conocer de cerca las estrellas, gracias a que Beto Espitia, el soñador, logró, por fin, el sueño de su vida: el de poder volar cuando quisiera).
***
Después de aquella frustrada segunda noche del novenario de Beto todo fue aclarado y así supimos lo que sucedió en realidad y el por qué Beto Espitia estaba vivo, más vivo que nunca, a pesar de que viajaba en el avión volado por los terroristas.
Averiguamos que Beto Espitia, a pesar de haberse embarcado en el avión que nunca aterrizó, no estaba dentro de él al momento de la tragedia.
Y es que antes de que sucediera lo que sucedió, antes de que el avión estallara en pleno vuelo, víctima de la irracionalidad de los cobardes; antes de la hecatombe horrible que lloramos hasta más allá del cansancio, él, hastiado de ir viajando sentado en una silla, amarrado por la cintura, ahí, sin gracia y sin emoción alguna, decidió bajarse del avión en plena cordillera, ante la mirada estupefacta de quienes jamás habrían de llegar a ninguna parte, y se fue, sí, sí, se fue surcando los cielos trepado en su monumental cometa.
Cuando llegó a la capital, ya el concurso estaba terminando, ya estaban los jurados a punto de dar su veredicto, pero cuando la multitud vio llegar a Beto, viajando por el aire, encima de su cometa, de pie, con los brazos totalmente abiertos, inmensamente abiertos, con los dedos extendidos hacia el cielo, y con su loca carcajada de felicidad completamente suelta, comenzaron todos a gritar en coro: “¡Él es el campeón! ¡Él es el campeón! ¡Él es el campeón!”, y hasta los jurados empezaron a gritar: “¡Él es el campeón! ¡Él es el campeón!”¡Él es el campeón!, y de esa manera Beto Espitia fue proclamado para siempre rey universal de las cometas.
15 de mayo de 1981
DEDICATORIA: A la memoria de H.B.C.
ILUSTRACIÓN: Niño volando cometa. Fotografía de Gertrudis Leiva von Bovet