LOCURA ONOMATOPÉYICA. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

LOCURA ONOMATOPÉYICA

 

Todo comenzó una mañana de jueves, cuando el alcalde de la ciudad, al despertar, oyó maullar a su perro.
Preocupado por determinar cuál de los dos era el que se había vuelto loco, salió de la casa, vestido todavía con el piyama de rayas, y en la calle se encontró con los vecinos alarmados que corrían en distintas direcciones, pregonando la noticia de que los animales de la ciudad estaban desequilibrados por completo.
Entre los gritos desaforados de la multitud que corría en tropel, a su diestra y a su siniestra, el alcalde, presa del asombro, distinguía perfectamente las voces de los gatos que mugían, de las gallinas que ladraban, de las vacas que relinchaban, de los caballos que rugían, de los pájaros que bramaban, de las ovejas que cacareaban, de las cabras que trinaban, de los pollitos que gruñían, de los gallos que balaban, de los burros que graznaban, de los gansos que rebuznaban, de los elefantes que cuchichiaban, de los sapos y las ranas que barritaban, de las perdices que croaban, y admitió entonces que, en aquel alboroto incontrolable, toda su autoridad no valía ni un centavo.
Terminó por unirse a los tropeles sin norte de los hombres espantados, de las mujeres histéricas, y de los niños emocionados. Tropeles enormes y ruidosos que trataban de averiguar, en medio de su propia algarabía, qué diablos estaba pasando en la ciudad esa mañana, qué espíritu maligno se les había metido a los animales en el cuerpo, o qué carajos les pasaba a sus oídos.
Corrían, sin rumbo definido, los parroquianos, los policías, las señoras, los bomberos, los albañiles, los meseros, los niños de la escuela, que se fugaron de ella para averiguar qué rayos sucedía, los maestros, que se fueron tras ellos, pero no para seguirlos, sino con la esperanza de saber si, por fin, el hambre de los sueldos eternamente atrasados les había afectado su cerebro, y corrían y corrían, sin rumbo definido, los tenderos, las modistas, los barberos, los agiotistas, los pordioseros, los choferes, los burócratas, las putas, los cantantes, los loteros, los dentistas, las chismosas, y luego se les unieron el cura párroco, y el juez, y el sacristán, y el secretario, y luego terminaron corriendo, junto a ellos, los perros que no ladraban, los gatos que no maullaban, los caballos que no relinchaban, las vacas que no mugían, los pollitos que no piaban, los cerdos que no gruñían, las ovejas y las cabras que no balaban, los pájaros que no trinaban, las gallinas que no cacareaban, los gansos que no graznaban, los burros que no rebuznaban, los elefantes que no barritaban, los sapos y las ranas que no croaban, las perdices que no cuchichiaban, hasta que, una hora después, toda la ciudad corría como loca, para arriba y para abajo, sin saber qué hacer exactamente frente a su propia locura colectiva.

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Nadie, absolutamente nadie, ni aun la comisión de alto nivel enviada a la ciudad por la Academia Mundial de Medicina, determinó jamás las causas de la peste.

“Etiología, patogenia, diagnóstico, terapéutica, pronóstico y profilaxis desconocidos”, concluyó la comisión, en el lacónico informe final de su visita.

Primero dijeron que el asunto tenía que ver con los animales: que los animales de la ciudad se habían enfermado al mismo tiempo.
Pero desecharon la teoría el día en que los trasladaron a la ciudad vecina, en una interminable fila india, y allí los perros ladraron, y los gatos maullaron, y las vacas mugieron, y los caballos relincharon, y las cabras y las ovejas balaron, y los pollitos piaron, y las gallinas cacarearon, y los pájaros trinaron, y los cerdos gruñeron, y los gansos graznaron, y los burros rebuznaron, y los elefantes barritaron, y los sapos y las ranas croaron, y las perdices cuchichiaron, y la comisión quedó maravillada.

Creyendo que se habían curado, los devolvieron a la ciudad, otra vez en una interminable fila india, pero allí (¡maldita sea!) volvió la terrible confusión, y peor todavía, porque todos los perros no maullaron, como antes, sino que unos maullaron, y otros piaron, y otros trinaron, y otros balaron, y otros relincharon, y así con todos los animales, y entonces ya no hallaban a qué atenerse porque animales de la misma especie resultaban, indistintamente, ladrando, rugiendo o cacareando, y todos evocaron con nostalgia el primer jueves de la epidemia, cuando por lo menos se conocía a ciencia cierta quién maullaba y quién gruñía.

Pero, como si no fuera suficiente aquel berenjenal para enloquecer al más cuerdo, los animales terminaron volviéndose políglotos, y resultaron perros callejeros, que jamás habían orinado en los árboles de la academia de idiomas, dominando, al mismo tiempo, el “miau” de los gatos de antes, el “muuu” de las vacas de antes, el “beee” de las cabras y de las ovejas de antes, el “pío pío” de los pollitos de antes, el “oinc oinc” de los cerdos de antes, el “kikirikí” de los gallos de antes, el “clo clo cló” de las gallinas de antes, y hasta trinando como los pájaros de antes y relinchando como los caballos de antes, con una pronunciación tan perfecta que hasta los estudiantes de idiomas llegaron a sentirles cierta envidia, a pesar de que no fueran capaces de emitir el “guau” de siempre.

Después del fracaso del primer experimento, la comisión trajo a la ciudad animales de la ciudad vecina, para verificar su nueva hipótesis: la de que eran cosas del clima de la ciudad, que había decidido enloquecer a los animales, para ver si lo humanos tomaban por fin en serio el problema inmemorial de su contaminación.
Pero no. Volvieron a fracasar.
Porque a los animales de la ciudad vecina, que fueron traídos a la ciudad enferma en una interminable fila india, no les pasó absolutamente nada: los perros ladraron, los gatos maullaron, las vacas mugieron, los pollitos piaron, las gallinas cacarearon, las ovejas y las cabras balaron, los pájaros trinaron, los caballos relincharon, los cerdos gruñeron, los gansos graznaron, y los burros rebuznaron, los elefantes barritaron, los sapos y las ranas croaron, y las perdices cuchichiaron, y la comisión volvió a quedar petrificada.
Los animales visitantes fueron devueltos, entonces, a la ciudad vecina, en una interminable fila india.

En vista de los sucesivos fracasos, la comisión decidió dejar de investigar con animales y volcó su interés científico en los humanos.
Es posible, dijeron, que realmente los perros no estén mugiendo ni las vacas relinchando, pero que los humanos los estén escuchando totalmente tergiversados.
Fue ahí cuando, olvidándose de su propia condición de humanos, decidieron someter a los humanos de la ciudad a un experimento. Se los llevaron a la ciudad vecina, en una interminable fila india, y allí los pusieron a oír las voces de los animales, para comprobar que seguirían oyendo el mismo enredo.
Pero no. Tampoco. Volvió la comisión a fracasar.
Porque allí, en la ciudad vecina, los humanos de la ciudad enferma oyeron a los perros ladrar, y a los gatos maullar, y a las vacas mugir, y a los caballos relinchar, y a los cerdos gruñir, y a las gallinas cacarear, y a los pollitos piar, y a las cabras y las ovejas balar, y a los pájaros trinar, y a los gansos graznar, y a los burros rebuznar, y a los elefantes barritar, y a los sapos y a las ranas croar, y a las perdices cuchichiar, como los habían oído siempre, toda la vida, antes de aquella epidemia inexplicada.
Los regresaron, entonces, en una interminable fila india.

La comisión, a punto de perder la paciencia, se jugó su carta final.
Es cosa del aire de la ciudad, dijeron. Lo que pasa es que el aire contaminado de la ciudad no afecta a los animales, como equivocadamente creíamos al principio –explicaron– sino a los humanos. Humano que venga aquí –concluyeron– se contagiará de la peste.

Y fue cuando se llevaron, en una interminable fila india, a los humanos de la ciudad vecina para la ciudad enferma, y los pusieron a oír a los animales de la ciudad contaminada.
Pero tampoco. La comisión fracasó otra vez.
Porque los humanos de la ciudad vecina oyeron, en la ciudad enferma, el rebuzno de los burros, el ladrido de los perros, el maullido de los gatos, el gruñido de los cerdos, el mugido de las vacas, el balido de las cabras y las ovejas, el relincho de los caballos, el trino de los pájaros, el graznido de los gansos, el cacareo de las gallinas, el barrito de los elefantes, el croar de los sapos y las ranas, el cucú de los cuclillos, el cuchichiar de las perdices, y, de nuevo, la comisión volvió a quedar estupefacta.
Los regresaron, pues, a su ciudad de origen, en una interminable fila india.

Al día siguiente de este experimento, los miembros de la comisión abandonaron la ciudad, taciturnos, silenciosos, sumidos en la melancolía del fracaso, sin haberse despedido siquiera del alcalde ni de nadie del ayuntamiento o del cabildo, ni mucho menos de la gente de la ciudad, que los vio partir, indiferente, dos meses después de haberlos recibido con calidez, como la tabla de salvación que les enviaba la providencia.
No pararon en ninguna parte hasta salir de la ciudad, salvo uno de ellos, que se detuvo un momento en la caseta de la coja Ana Joaquina y le compró una cajita de cigarros.

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La epidemia duró seis meses.
Un día cualquiera, el alcalde se despertó y oyó ladrar a su perro.
Al principio creyó que era producto de la somnolencia, pero luego escuchó el “guau” nítido de antes, de los tiempos anteriores a la peste.
Entonces saltó de la cama emocionado, y cuando volvió a oír que ladraba (¡imagínense ustedes algo tan insólito: un perro que ladraba!), abrió la puerta de su casa y así, vestido con el piyama de rayas, salió a la calle a dar a gritos la buena nueva.

Pero en seguida comprendió que no era necesario que la diera, porque ya toda la ciudad se había dado cuenta del milagro.
Las gentes, pletóricas de felicidad, hacían sonar las bocinas de los automóviles, los bomberos tocaban las sirenas, las iglesias echaron las campanas al vuelo, las mujeres enarbolaron en las ventanas de sus casas miles y miles de banderas, los polvoreros empezaron a reventar toda la pólvora que habían fabricado, la banda municipal comenzó a recorrer la ciudad con su retreta, los niños de la escuela salieron a desfilar con sus uniformes de gala, y en medio de aquel ensordecedor bullicio, de aquel desorden incontrolable, en el que se chocaban pitos con campanas, voladores con banderas, globos con serpentinas y gritos con trompetas, pasaron corriendo los tropeles, gritando la buena nueva. Iban corriendo los policías, las señoras, los maestros, los tenderos, las modistas, los barberos, los agiotistas, los pordioseros, los choferes, los bomberos, los albañiles, los meseros, los burócratas, las putas, los cantantes, los loteros, los dentistas, las chismosas, y luego se les unieron el cura párroco, y el juez, y el sacristán, y el secretario, y luego terminaron corriendo, junto a ellos, los perros que ladraban, los gatos que maullaban, los caballos que relinchaban, las vacas que mugían, los pollitos que piaban, los cerdos que gruñían, las ovejas y las cabras que balaban, los pájaros que trinaban, las gallinas que cacareaban, los gansos que graznaban, los burros que rebuznaban, los elefantes que barritaban, los sapos y las ranas que croaban, las perdices que cuchichiaban, y los tropeles iban y venían, de para allá y de para acá, del poniente hasta el levante, del levante hasta el ocaso, por calles y avenidas, sin rumbo fijo, sin meta definida, no más que por correr, con la alegría desbordada en gritos, y lágrimas, y aplausos, y chillidos, y estruendosas carcajadas, y música, y cerveza, y voladores, hasta la medianoche, cuando decidieron, por fin, irse a dormir, no porque quisieran que el jolgorio terminara, sino para no perderse la emoción indescriptible de volver a ser despertados por el “kikirikí” siempre infalible de los gallos.

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* Derechos Reservados de Autor. 1998.

 

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